La vendimia en el Valle de Guadalupe

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La fiesta de la cava Barón Balché recibe a sus visitantes con un tapete rojo: son las cáscaras de la uva esparcidas en los caminos.

VALLE DE GUADALUPE, BC.- Entre Tecate y Ensenada, por una ventosa entre montañas desnudas e infértiles, entra la brisa salada del mar para humedecer a tempranas horas de la madrugada las hojas de las vides del Valle de Guadalupe. Algunas vienen de parras muy viejas, de hasta 30, 40 y 60 años, otras son jóvenes y muchas están por nacer. Todas ellas son casi iguales, casi gemelas, excepto para los enólogos y agrónomos que las distinguen por sus nombres: Merlot, Chardonnay, Nebbiolo, Moscatel, Cabernet Sauvignon, Zinfandel, Grenache… diferencias que se hacen vívidas en las bocas y gargantas de los bebedores de ese sano suplemento alimenticio, el vino que, a diferencia de otros alcoholes, no es destilado, sino el producto de la fermentación de una fruta noble y rica.

Sopla el viento desde el mar pero ni debajo de las sombras más tupidas se aminora el calor apabullante de este valle de tierra semidesértica, donde los misioneros españoles sembraron hace 600 años las primeras parras para cosechar la llamada sangre de Dios y oficiar sus misas catequizadoras. Podría uno suponer que desde entonces los siglos añejaron la tierra, las parras y las ganas de hacer buen vino en México, pero no fue así. El vino mexicano era calificado como malo hasta finales de los años ochenta, cuando las fronteras se abrieron y cinco amigos emprenden la idea de elaborar vinos nacionales de calidad: aparece entonces la casa Monte Xanic, que en cora significa “flor que brota después de la primera lluvia”, retando a las cavas viejas de Domecq, Santo Tomas y L.A. Cetto que vieron un Valle de Guadalupe cada vez más nutrido por jóvenes casas vinícolas cuyos cultivos ya se pueden calificar, a dos lustros, de tan buenos como los franceses, argentinos, chilenos y españoles.

La fiesta de la cava Barón Balché recibe a sus visitantes con un tapete rojo: son las cáscaras de la uva esparcidas en los caminos. A ambos lados las parcelas de viñedos son alumbradas por velas para guiar al comensal hasta las mesas vestidas de blanco. Frente a ellas, en un tablado alto y generoso, los acordeones argentinos, el contrabajo, el bandoneón, la guitarra y el fuste maya acompañan y alegran la fiesta. Ahí nos encontramos con Art Boden, quien nos narra cómo llegó a la región para recorrer casi todas las cavas, comenzando con Vinisterra, que tiene, nos dice, un excelente Macouzet hecho por el enólogo suizo Christophe. “De ahí pasé a Casa de Piedra, donde Hugo D’Acosta ofrece un Piedra del Sol de uva blanca sorpresivo y en la casa Liceaga probé un orujo, el destilado que se extrae de la cáscara una vez prensada la uva para extraer el jugo de lo que va a ser el vino. Esa cáscara se riega como aquí, en los pasillos de las vinícolas, formando bellísimos caminos rojos, pero Liceaga las usa para ofrecer esta única grapa en Baja California. Más adelante visité el Mogor, donde el enólogo de origen francés Antonio Badan (quien falleció hace poco) ofrece un aromático Chaselas. De ahí, en el centro del Valle, me fui a la bodega Château Camou, una cava de medio millón de botellas donde me dieron a probar un gran vino de mezclas bordalesas, de gran estructura, y otro vino blanco añejado en madera equilibrada. En el fondo del Valle llegué a Monte Xanic, casa que ama su Gran Ricardo, un tinto corpulento. Y al final llegué a probar el Barón Balché, un Grenache, que me dejó cautivo”, termina diciendo el catador.

¿De donde viene el nombre de Barón Balché?, le pregunto a Juan Ríos, el creador de la vinícola que a 10 años de haber nacido como un proyecto pequeño y entre amigos, gana premios de oro y plata en concursos internacionales como fue el caso de la OIV, de España: “El balché es una bebida tradicional de la cultura maya que se obtiene haciendo fermentar miel y agua muy pura con la corteza del árbol del mismo nombre. Cuenta la leyenda que esta bebida fue creada gracias a una historia de amor entre una hermosa joven llamada Sak-Nicté (Flor Blanca) y un apuesto guerrero de su misma tribu. Pero la belleza de la joven había cautivado a un viejo y cruel cacique y la pareja huyó a la selva del Mayab, donde encontró refugio. Un día, buscando alimento, encontraron la miel de un panal y la depositaron en una corteza de árbol llamado balché. Al anochecer, la lluvia cayó y el agua se mezcló con la miel contenida en aquella corteza, dando así lugar a una exquisita bebida. Al paso del tiempo los jóvenes fueron capturados y, al ver su final cerca, el guerrero le ofreció al cacique un gran festín que culminó con la nueva bebida. Ennoblecido y extasiado con el delicioso licor, el cacique los dejó libres a cambio de que le hicieran saber los mágicos secretos de la preparación”, nos cuenta Ríos.

Otra historia es la de los Bibayoff, quienes dan la bienvenida a su sencilla tienda de vinos con un letrero que dice “Conserve el agua, beba vino”. David Bibayoff cuenta que llegaron al Valle de Guadalupe al estallar la guerra rusa contra Japón: “Como pobladores de Kars, hoy Turquía, el Zar nos mandaba a la guerra, pero nosotros no matamos. Así fue como salieron de Rusia mis antepasados. Llegaron a Nueva York, a Los Ángeles y de ahí
bajaron hasta acá para quedarse en este lugar donde ahora nosotros somos hijos del cielo. Mi abuelo era ciego y con el tacto de sus dedos nos decía cuánto valían las monedas; hoy la situación ha cambiado, y no hablemos de situación la fiscal, nos la cambian tanto que no sabemos ya por dónde, hace 30 años yo declaraba a gusto, ahora no entiendo nada...”.

Miles de jornaleros se introducen a los viñedos para cosechar hasta el mes de octubre las ricas variedades de nuestra tierra. En noviembre tirarán las vides sus hojas para reposar tranquilas hasta enero, cuando nuevamente llegarán las tijeras a podarlas. No será hasta marzo o abril cuando brotarán los verdes en sus ramitas, semejantes a pequeñas serpientes. En mayo aparecerá la floración para comenzar a parir lenta y silenciosamente, como una colonia de gotas, los racimos de las uvas que hoy viajan de sus cepas a las cajas, las bodegas, las barricas, las botellas, las copas y finalmente a las bocas: “Esperaremos que el agua del cielo tenga piedad por nosotros, de otra forma, el Valle y su bendición desaparecerá en poco tiempo”, se escucha en las voces de las vides, los productores, los jornaleros y los bebedores. Porque desde hace 18 años Ensenada entuba el agua que brota en el Valle, convirtiendo el cauce del viejo río en un cementerio. El manto freático del Valle ha caído hasta 30 metros de profundidad, cuando hace 20 años estaba a tres, cuatro metros.

Otra amenaza son las desarrolladoras, con luz verde para construir cinco mil casas de interés social en mil hectáreas cultivables en el corazón del Valle, donde hoy los olivos están secos y descuidados, esperando morir mientras presidentes, legisladores y gobernadores entrantes y salientes prometen certificar el uso del suelo. “Si no toman cartas en el asunto, los desarrolladores nos darán en la torre”, claman los productores ante el proceso irrefrenable de desertificación que parece sentenciar al Valle, y a su incipiente industria vitivinícola, a una muerte prematura.

Eva Bodenstedt
Para Milenio Semanal
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